Echado en la cama del hospital con la sabana a la altura de la cintura, la camisa del pijama, de un color azul claro, abierta hasta el pecho, los brazos caídos y con los tubos del suero y la medicación clavados en ellos, su cabeza apoyada en la almohada y empapada en sudor con un tubo en la nariz.
Esa fue la imagen que encontré al entrar en la habitación, el ambiente en ella estaba cargado, la calefacción funcionaba a pleno rendimiento, algo lógico y normal teniendo en cuenta que nos encontrábamos a veintiséis de Diciembre.
A la derecha de la cama estaba una enfermera regulando el sistema de goteo del suero, era una mujer menuda y rechoncha con el pelo rubio recogido en un moño, vestía el uniforme blanco típico de las enfermeras con una mancha a la altura de uno de sus muslos, de lo que parecía betadine, seguramente habría hecho una cura recientemente ya que la mayoría de los pacientes de esa planta solía sufrir de escaras y llagas por la falta de movimiento.
Avancé por el interior de la habitación hasta llegar a los pies de la cama, la enfermera me saludo y me dijo que se acababa de dormir, después se secó el sudor de la frente y salió al pasillo resoplando por la excesiva fuerza que le habían dado a la calefacción, me senté en una pequeña butaca negra, a la que le faltaba bastante relleno de gomaespuma, el cual lo había perdido a través de un roto que le habían hecho al asiento.
El ambiente me comenzaba a parecer casi irrespirable, entre el calor, la chaqueta de lana que me había obligado mi madre a ponerme, el olor a desinfección típico de los hospitales y la imagen perturbadora de aquella figura de autoridad tirada en la cama, despojada de toda su vitalidad y vehemencia que siempre había poseído.
Desde mi posición observaba su figura extremadamente delgada, su rostro envejecido con ese lunar en el pómulo derecho el cual dotaba a su rostro de una personalidad especial, sus ojos entreabiertos húmedos de lágrimas y su calva perlada de sudor, su boca falta de dientes abierta como queriendo recoger todo el aire posible, como hace un atleta que acaba de terminar un sprint.
Sentado desde la butaca observaba con cierta desorientación la escena que se mostraba ante mí, era la primera vez que me habían permitido entrar en la semana y media que llevaba en el hospital (poco después lo que pasó me ayudó a entender el por qué), y me resultaba bastante difícil asociar lo que veían mis ojos por primera vez con la imagen que siempre había tenido de ÉL, por mi edad no comprendía (o no quería comprender) lo que estaba pasando, jamás había vista a aquel hombre terco y cabezota, pero sensible y generoso en una situación como aquella, su fuerza, su ímpetu, su mal genio, en definitiva su vida se habían marchado, y aunque yo no lo sospechara ya no volverían jamás, poco después mi padre entró en la habitación acompañado por su hermano y mi madre, ella me cogió de la mano y me levanté de la butaca, me dijo que me despidiera de ÉL, yo no le di mayor importancia, ya que lo interprete como ese gesto cotidiano que tenemos con la gente de decirnos adiós, con la certeza de que nos veremos poco después, me acerque a su rostro y lo besé, con cuidado de no apoyarme en los tubos que lo rodeaban, algo me sorprendió a pesar del calor de la habitación su rostro estaba frío, casi gélido…
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